1. Ese comentario me genera incomodidad porque, aunque puede parecer bien intencionado, está cargado de violencia simbólica. Implica que como mujer debo “demostrar” algo o “sacar la cara” por otras, como si mi valor profesional dependiera de representar a todo un género. Y no, yo no tengo por qué demostrarle nada a nadie, ni cargar con una responsabilidad que no se les exige a los hombres.
Este tipo de frases perpetúa estereotipos que siguen afectando profundamente a las mujeres: que si ocupamos roles de liderazgo somos mandonas, que si destacamos es porque “nos dieron la oportunidad”, o que nuestro lugar natural está en las labores del hogar. Son ideas que contribuyen a que aún existan brechas salariales, falta de representación en espacios de poder y una constante necesidad de justificar nuestras capacidades. Cada persona tiene habilidades únicas, y el respeto profesional debería partir de ahí, no de prejuicios ni expectativas desiguales.
2. Sí, en algunas ocasiones he sentido que ciertos espacios no eran completamente accesibles o cómodos por prejuicios relacionados con el género, la edad o incluso el rol profesional. A veces, en reuniones o entornos laborales, se percibe una resistencia implícita a escuchar o valorar las ideas de una mujer joven, como si se necesitara “probar” más que otros para ser tomada en serio.
3. Es posible que en algún momento haya tenido prejuicios inconscientes, como todos los seres humanos. Reconocerlo es parte del proceso de crecimiento personal. Por ejemplo, puede que haya asumido cosas sobre alguien por su forma de vestir, su acento o su edad, sin conocer realmente su historia o capacidades. Lo importante es estar dispuesta a cuestionar esos pensamientos, abrirse al diálogo y aprender a mirar más allá de las apariencias. La autocrítica y la empatía son claves para construir relaciones más justas y humanas.